Tenía 18 años, vivía con mis padres en un piso en las afueras de Valladolid y lo único que tenía claro es que quería moverme, sudar y estar en contacto con gente. Lo de estar todo el día sentado en una oficina no iba conmigo. Por eso, cuando llegó el momento de decidir qué estudiar, no lo dudé mucho: quería ser maestro de Educación Física. Me gustaba el deporte, sí, pero también tenía claro que enseñar era lo mío. Me motivaba la idea de ayudar a otros a disfrutar del movimiento, como yo lo había hecho gracias a algunos profes que me marcaron.
Toma de decisiones y primer contacto
Apuntarme a la carrera fue fácil. Me matriculé en el grado de Maestro en Educación Primaria con mención en Educación Física en la Universidad de Valladolid. Lo complicado vino después. Al principio pensaba que me iba a pasar el día haciendo deporte y poco más, pero no. Había mucha teoría, asignaturas que no me interesaban nada y profesores que parecían vivir en otro planeta. Eso sí, también conocí a gente muy buena. Algunos compañeros se convirtieron en amigos de verdad y todavía hoy sigo en contacto con varios.
Durante el primer año seguía viviendo con mis padres, lo que ayudaba bastante a no agobiarme con el dinero. Pero ya empezaba a sentir la necesidad de tener mi espacio y, sobre todo, de aportar algo. Así que en segundo empecé a buscar curros de media jornada. Lo típico: de camarero. Acabé trabajando en una cafetería los fines de semana y algunas tardes. Al principio me costó compaginarlo todo. Llegaba reventado a casa, pero me sirvió para aprender a organizarme. Y también para valorar más lo que estaba haciendo.
Aprender a enseñar y no solo a moverte
La carrera no era tan práctica como me imaginaba. Sí que había asignaturas relacionadas con el deporte y el cuerpo humano, pero también había mucha pedagogía, psicología y trabajo con niños. Eso fue lo que más me sorprendió. Te das cuenta de que ser maestro no es solo enseñar cosas, es saber cómo conectar con los críos, su proceso de aprendizaje, cómo motivarlos, cómo tratarles cuando tienen días malos. Y eso no te lo enseñan del todo en clase. Lo aprendes con las prácticas.
Las prácticas fueron lo mejor de toda la carrera. En tercero y cuarto me tocó ir a colegios donde pude ver cómo funcionaba todo de verdad. Tuve suerte: me encontré con tutores que se implicaban y me dejaban hacer cosas. Recuerdo la primera vez que dirigí una clase entera yo solo. Iban con chándal, todos nerviosos, y yo más que ellos. Me temblaban las manos. Pero salió bien. Me gustó. Ahí fue cuando confirmé que estaba en el camino correcto.
Independizarme no fue tan bueno como pensaba
En cuarto de carrera decidí dar el salto y me fui a vivir con dos compañeros a un piso compartido. Había tenido ya suficiente de vivir con mis padres. No por ellos, que siempre me han ayudado, sino porque necesitaba empezar a hacer mi vida. Y también porque quería tener más libertad para estudiar y trabajar sin estar pendiente de horarios de casa.
Fue duro. Entre la universidad, el trabajo de camarero (que ya era casi diario) y los gastos del piso, empecé a notar el peso de la responsabilidad. Había semanas que no sabía ni cómo llegaba al domingo. Me alimentaba a base de pasta y bocadillos, y tenía que decir que no a muchos planes porque no me llegaba. Pero aprendí muchísimo. Me hice más fuerte, más organizado, más consciente de lo que quería.
Acabar la carrera no es el final
Terminé el grado con una mezcla de alegría y miedo. Alegría por haberlo logrado, y miedo por lo que venía después. En España, si quieres trabajar como maestro en un colegio público, te tienes que sacar una plaza en unas oposiciones. Ya lo sabía desde el principio, pero hasta que no estás ahí, no te das cuenta de lo que significa.
Me tomé unos meses para descansar y trabajar más horas. Ahorré un poco y me apunté a una academia para preparar las oposiciones, Preparadores Valladolid, una academia de mi ciudad. Aquello fue otro mundo. Ahí conocí a Laura. Nos sentamos al lado desde el primer día y conectamos rápido. Ella venía de otra ciudad, también quería ser profe de Educación Física, y tenía claro que no iba a rendirse.
Preparar las oposiciones fue lo más duro de todo el proceso. Te exigen muchísimo: temarios larguísimos, preparar unidades didácticas, estudiar leyes educativas, estar al tanto de metodologías que no siempre tienen sentido, y encima hacerlo todo con la presión de que hay muy pocas plazas para mucha gente.
La verdad es que es bastante duro, haberte esforzado tanto en la carrera para después hacer esto, que parecía que era empezar desde el principio. Había días que pensaba en dejarlo. Me levantaba, iba a trabajar al bar por la mañana, estudiaba por la tarde y acababa completamente fundido. Pero tenía un objetivo, y eso me empujaba.
Laura fue un gran apoyo. Nos ayudábamos, nos pasábamos apuntes, estudiábamos juntos. Empezamos a salir poco después. Ella entendía perfectamente lo que estaba pasando porque estaba igual que yo. No necesitaba explicarle por qué estaba tan cansado o por qué no tenía ganas de hablar. Bastaba una mirada para saber que los dos estábamos en la misma guerra.
El día del examen
No dormí nada la noche anterior. Me levanté con dolor de estómago. El examen era en un instituto que no conocía, así que fui con tiempo de sobra. Había gente por todos lados: nerviosos, repasando, otros en silencio absoluto. Me senté y me temblaban las piernas. Pero cuando abrieron el sobre y vi los temas, uno de ellos era justo el que había preparado la semana anterior. Se me iluminó la cara.
Escribí como si no hubiera un mañana. Luego vino la parte de programación didáctica y la defensa oral. Ahí me costó más. Nunca se me ha dado bien hablar en público, pero hice todo lo posible por mantener la calma. Pensaba en los niños de mis prácticas, en lo que quería transmitir.
Pasaron semanas hasta que salieron las notas. Laura y yo estábamos pegados al móvil. Cuando vi nuestros nombres en la lista de aprobados no lo podía creer. Me quedé en silencio. Luego grité. Llamé a mis padres, a Laura, a mi hermana, a mi antiguo tutor de prácticas. Lloré. Y luego me fui a trabajar al bar como cualquier otro día.
Primer destino y el primer día
Me asignaron un cole en un pueblo a treinta minutos en coche. No lo conocía, pero me dio igual. Era mi plaza. Era real. El primer día de trabajo estaba más nervioso que en el examen. Me puse el polo más nuevo que tenía y llegué antes de la hora. Me presentaron al equipo docente, me enseñaron el gimnasio, el patio, las clases. Los niños me miraban con curiosidad. Algunos me preguntaron si era el nuevo profe de gimnasia. “Sí, soy yo”, les dije.
La primera clase fue con tercero de primaria. Preparamos un circuito con cuerdas, conos y pelotas. Nada complicado. Uno de los niños se me acercó al final y me dijo: “Profe, ¿mañana jugamos otra vez?”. Me reí. “Claro que sí”.
Lo que aprendí en el camino
Ser maestro de Educación Física es más duro de lo que parece. Es tener paciencia, adaptarte a cada niño, aprender a enseñar con sentido. El proceso fue largo y a veces desesperante. Pasé por momentos en los que no veía la salida, y otros en los que sentía que todo tenía sentido.
Aprendí a organizar mi vida, a valorar el tiempo, a trabajar por algo que no se consigue en un día. Y también aprendí a no compararme con los demás. Cada uno lleva su ritmo. A mí me costó cinco años desde que empecé la carrera hasta que conseguí la plaza. Pero mereció la pena.
Ahora vivo con Laura. Los dos somos maestros, cada uno en un cole distinto. A veces volvemos del trabajo y nos contamos las cosas que nos han dicho los críos, lo que ha salido bien o mal, lo que querríamos mejorar. Es lo bueno que tiene que trabajemos en lo mismo… que tenemos el mismo horario y toda la tarde y los fines de semana para nosotros. Y aunque hay días agotadores, seguimos con la misma ilusión que teníamos el día que nos conocimos en la academia.
Empezar a dar clase fue el verdadero premio
Lo que de verdad sentí como un premio fue entrar a una clase y saber que estaba allí para algo. Que los niños me escuchaban, se reían, aprendían y se movían gracias a lo que yo preparaba.
Ser maestro de Educación Física es estar presente en una etapa muy importante de la vida de los niños. Es ayudarles a conocer su cuerpo, a respetar a los demás, a disfrutar del movimiento. Y eso, para mí, es impagable.
Miro atrás y me alegro de no haber tirado la toalla. Cada madrugón, cada turno en la cafetería, cada día de estudio valieron la pena. Porque ahora, cada vez que entro en el gimnasio del cole, sé que estoy donde siempre quise estar.